lunes, 24 de octubre de 2011

Caramelos herbales


Quiero inaugurar la veda de recetas del blog con una bastante sencillita, con pocos ingredientes y que suele dar un gran resultado.
Para hacer caramelos, necesitamos básicamente agua y azúcar, y, si se quiere, un  saborizante. Cuanta más azúcar se añada, más caramelos saldrán, pero con un sabor menos intenso. Además, podemos matar dos pájaros de un tiro y darle a nuestros caramelos ciertas propiedades para aliviar molestias de garganta o los síntomas de un resfriado, con ingredientes que podemos encontrar fácilmente en cualquier herboristería. ¡Vamos allá!

Ingredientes:
- 500 ml de agua
- Azúcar
- 1 cucharada de salvia
- 2 cucharadas de raíz de malvavisco.
- 1 cucharada de tomillo
- (Opcional) Saborizante natural: ralladura de un limón, de una naranja… o puedes sustituir el agua por zumo de frutas natural, nada de zumos en bote.

Paso a paso:
- Ponemos agua a hervir en un cazo, y añadimos la salvia, el malvavisco y el tomillo.
- Tapamos el cazo, apagamos el fuego dejamos reposar 15 min para que se infusione todo bien
- Colamos el agua, añadimos azúcar (300-400 gr deberían ser suficientes, si lo quieres más intenso añade menos azúcar o prepara una infusión aún más concentrada) añadimos la ralladura de limón o naranja si se desea.
- Removemos muy bien para disolver el azúcar, y preparamos un cuenco con agua y hielo. Prepararemos también un molde para bombones, o en su defecto, un molde grande de bizcocho sobre el cual extenderemos papel de aluminio o de horno.
- Cuando el almíbar comience a espesarse y la espuma comience a subir por la cazuela, bajamos un poco el fuego y seguimos removiendo, con cuidado para que no se queme.
- Pasados unos minutos, cuando haya espesado, toma una cucharada de almíbar y viértela sobre el cuenco con hielo. Si la gota forma una bolita que se puede moldear con los dedos, estás muy cerca del punto necesario. Si la  gota se queda dura, ¡perfecto! Retira el cazo y viértelo sobre los moldes. Si usas moldes para bombones, es mejor no rellenarlos hasta arriba, que quedan unos caramelos muy grandes, sino llenarlos un poco por debajo de la mitad.

Ideas:
Puedes prescindir de las hierbas y simplemente hacer caramelos con sabores a frutas, o incluso usar un refresco de cola sin azúcar, para poder controlar nosotros el punto del almíbar. ¡Prueba con moldes de distintas formas!

miércoles, 19 de octubre de 2011

La increíble y real historia del tomate alquímico


Hoy os traigo, basado en hechos reales y recientes, "La increíble y real historia del tomate alquímico"
Y es que hace ya más de un mes, una de mis compañeras de piso decidió iniciar la famosa Dieta Dukan para perder unos kilitos, y me dio algunos alimentos que no iba a necesitar, entre otros, un paquete de picos, tres litros de leche entera, una botella de coca-cola y una cajetilla de tomates.
El tiempo pasó, ya lo largo de los días fui gastándolo todo… menos UNO de aquellos tomates, que se quedó triste y sólo en aquella cajetilla de plástico, hasta ayer. Cuando, cocinando, esta misma chica comentaba que le faltaban tomates para hacer un ratatouille, me acordé entonces de mi rojo amigo, que había quedado relegado al fondo de mi balda de la nevera.
Inmediatamente, e imaginando lo peor, fui a buscarlo y… ¡Tachán! Jamás ví un tomate con mejor pinta que esa. Tenía, de hecho, mejor presencia que unos pimientos comprados el día anterior. “Seguro que por dentro está podrido”, pensé, y lo abrí por la mitad. Creo que una imagen vale más que mil palabras.



(Por cierto, delicioso el ratatouille que preparó esta chica, y muy jugoso el sándwich de queso fresco y tomate que cené aquella noche.)

Da mucho que pensar, sobre la cantidad de conservantes y demás aditivos químicos que tomamos diariamente en cada comida, pero eso ya lo dejo al gusto del lector.

domingo, 16 de octubre de 2011

Improvisación en Madrid


Me encanta organizar viajes improvisados de una semana para otra, conmigo como única participante. Aún no soy tan impulsiva como para ir el mismo día a comprar un billete para el próximo tren-bus-avión que salga, pero dadme tiempo, que ya me llegará el pronto.
En esa clase de viajes vas a donde te apetece, duermes donde te apetece, comes lo que te apetece, visitas a quien te apetece, y, en definitiva, eres tan libre como tu presupuesto te permita serlo. Recuerdo dos de esos viajes con especial cariño, y da la casualidad (si… casualidad… jejejejeje) de que ambos los he realizado este mismo año.

El primero de ellos fue el viaje a Madrid. Tomé el vuelo desde París en un punto de mi vida en el que necesitaba urgentemente olvidarme de todo lo que me rodeaba. En aquel momento, estaba bastante estresada por la presión en la Sorbonne Nouvelle, y del encorsetado método de estudio, además no estaba a gusto con nadie en la facultad (ya llegarían, un poco tarde, pero llegarían). Tras un día malo iba otro peor, aquello parecía no acabarse nunca y la idea de abandonarlo todo resultaba cada día más tentadora. En consecuencia, mi salud se resintió bastante: no dormía, ni comía, me temblaban las manos y continuamente perdía el conocimiento. No podía seguir así, necesitaba un cambio de aires y lo necesitaba ya.

De modo que, aprovechando una quedada en cierto foro, que se organizaba en Madrid por esas fechas, reservé un hostal y compré un billete de avión de vuelta a España, sólo por un fin de semana.
Iba a conocer muchas caras que hasta entonces eran sólo fotos de perfil y letras en una pantalla, no obstante, apenas aterrizó el avión, necesitaba quedar y ver una vieja cara conocida para evadirme un poco de mi situación en París, que estaba a punto de acabar…

…pero yo en aquel momento no lo sabía.


Al día siguiente, se realizó la tan ansiada quedada, que fue mucho mejor de lo esperado, conociendo a unos, comentado anécdotas con otros y compartiendo bocadillos y tés con todos.
Cuando terminamos la cena, con la correspondiente clausura del evento, algunos decidimos continuar por nuestra cuenta. Recuerdo vagamente un litro de tinto de verano y dos o tres copas de amaretto con granadina en chueca, pero perfectamente la conversación con Rafa de vuelta al hostal.
Con mis dos granadinos desayuné al día siguiente, intercambiando impresiones del día anterior. Se nos juntó la hora del café con la de la cerveza, y cuando apenas pusimos un pie en fnac, nos llamaron para ir al rastro. Allí hicimos lo que mejor sabemos hacer, desvariar. Luego comimos todos en un parque, y en la sobremesa los de la sección gaditana cantamos coplas de los carnavales de Cádiz. Tras una brevísima despedida me tuve que ir corriendo, porque perdía el avión (ciertamente, lo tomé justo antes de cerrar la puerta de embarque).
¡Ah! Ya en el avión, antes de despegar, llamé a mi madre para felicitarle su cumpleaños. Al fin y al cabo no soy tan mala hija.


miércoles, 12 de octubre de 2011

Otoño


En Sevilla sólo se conocen dos estaciones: el largo verano y el invierno.
Cuando estuve viviendo en París, tuve la oportunidad de conocer el otoño de verdad, con lluvias que duraban días, o bien cesaban a los pocos minutos de empezar, con mañanas de niebla y tardes soleadas, con mañanas radiantes y tardes torrenciales, con parques llenos de árboles de copas rojas, hojas que formaban una densa alfombra en el suelo, y crujían al ser pisadas.


Durante esos meses, me encantaba patear los montones de hojas de arce, roble y castaño que se apilaban alrededor de los troncos. Si les daba fuerte con el canto del pie, las hojas subían más alto, por encima de mi cabeza, y me quedaba mirando cómo caían de nuevo, como meciéndose, hasta llegar al suelo frío y embarrado.
Recuerdo que una vez iba caminando por el parque de Luxembourg con una compañera, cuando en ese momento se formó una corriente de aire que hizo ascender en espiral un montón de hojas de arce. Corté en seco la conversación y fui corriendo al centro del pequeño torbellino: dentro todo eran manchas de color rojo, naranja y marrón, hasta que, a los pocos segundos, paró. Se me llenaron los ojos, la boca y el cuello del jersey de tierra, pero el picor y la conjuntivitis mereció la pena, porque seguramente ése podría ser mi último otoño vivido desde el primer al último día. Aunque, quién sabe, la vida da muchas vueltas y aún me queda mucha por delante.

En Sevilla no hay otoño: los árboles mudan las hojas cuando aún no ha llegado el frío, y las primeras lluvias se dan en noviembre. Es una estación invisible.

lunes, 10 de octubre de 2011

Llega la noche

El despertador suena.
Lo apago.
Suena otra vez.
Lo apago de nuevo...
Pero a la tercera va la vencida, y una agotadísima Elouan se levanta de la cama, se mira al espejo y se promete acostarse más temprano la próxima vez. Luego, abre la ventana para ver qué temperatura hace, y escoger así la ropa que va a ponerse para ir a clase. A pesar de tener el armario lleno, siempre escoge entre las mismas cinco camisetas (que su madre amenaza de vez en cuando con tirar) y tres pantalones. Según el tiempo que le quede, desayuna una u otra cosa. Pan tostado con crema de queso y miel, bizcocho casero de la tarde anterior, cereales con leche, o en el peor de los casos, un yogurt. Para beber, té. Siempre té. 

Elouan sale a la calle, gira a la derecha y camina. Todavía no sabe si coger el bus o ir andando, y se pregunta cuándo le llegará el nuevo carnet de Sevici que tuvo que volver a pedir cuando perdió la tarjeta antigua. De todos modos, en la estación que tiene al lado de casa nunca hay bicis, pero ya buscará otras estaciones cercanas (y nunca lo hace). Cuando llega a la parada del bus, mira el indicador de tiempo de espera: 8 minutos es esperar demasiado tiempo, de modo que decide ir andando. Mientas camina escucha música, o ciertos podcast de cine y videojuegos. Hace un repaso de lo que tiene para hoy:
"Un resumen para esta, un comentario para la otra, ¡joder con el de la bici, que casi me mata! las fichas se me olvidaron ayer pero de hoy no pasan ¡Huy, qué monada de pajarillo! Se me ha olvidado lo de segunda hora que no sé lo que era, le preguntaré a Fátima. Tengo que hacer la compra, no me queda pan, ni huevos, ni queso fresco. A ver si quedo con Julio un día y cocinamos. Tengo que subirme la guitarra de Algeciras. ¡Cómo mola este tema! ¡CHA-chanan-tu-praaaaaaaaw-PUM-da-chaaaaaaawn! Hum... ¿En qué aula era la clase de hoy a primera hora?"

Cinco horas más tarde (cuatro si en viernes), Elouan se despide de algunos compañeros y camina (o, de nuevo coge el autobús según convenga) a casa. Cuando va en bus le gusta leer los poemas que hay en las puertas de bajada, especialmente si son de los hermanos Machado. Luego llega a su casa, se cambia de ropa y come algo que no tarde demasiado en cocinarse. 
A las cuatro se prepara un litro de té, y comienza a leer los libros obligatorios de las asignaturas de literatura, y sobre las cinco o seis se dedica a lengua y lingüística. Cuando acaba, por fin, se pone al día en las series que sigue, o bien continúa leyendo otra clase de libros más ligeros, o va a hacer la compra, o limpia lo que tenga asignado esa semana en el piso, o habla con amigos lejanos por skype...

Pero las noches son todas son iguales, todas suyas:
Elouan extiende con cuidado un poco de tabaco húmedo en la cazoleta que cubre con papel de aluminio. Perfora con cuidado la superficie. Luego apaga las luces, enciende tantas velas como sea necesario y una cerilla, que coloca bajo el carbón hasta que está al rojo vivo. Abre las pinzas para que éste caiga, y el sonido del tabaco cociéndose es, para ella, uno de los más conciliadores y reconfortantes. Aspira una calada rápida pasados unos segundos, para calentar la shisha y ponerla a punto.
Pero la cuarta calada es siempre la mejor, la más pausada, en la que se paladea el sabor; en la que se puede ver, a la luz de las velas, el denso humo blanco saliendo de la boca. 
Nada existe fuera de la habitación, sólo está Elouan con sus reflexiones, ideas y fantasmas. Disfrutando de una de tantas noches de shisha.





Cuando todo acaba mira el reloj. Es tarde, pero le apetece seguir fumando, y coloca otro carbón.
Eso sí, se promete que, pase lo que pase, en la noche siguiente se acostará más temprano...
...pero nunca lo hace.