En Sevilla sólo se conocen dos estaciones: el largo
verano y el invierno.
Cuando estuve viviendo en París, tuve la oportunidad de
conocer el otoño de verdad, con lluvias que duraban días, o bien cesaban a los
pocos minutos de empezar, con mañanas de niebla y tardes soleadas, con mañanas
radiantes y tardes torrenciales, con parques llenos de árboles de copas rojas,
hojas que formaban una densa alfombra en el suelo, y crujían al ser pisadas.
Durante esos meses, me encantaba patear los montones de
hojas de arce, roble y castaño que se apilaban alrededor de los troncos. Si les
daba fuerte con el canto del pie, las hojas subían más alto, por encima de mi
cabeza, y me quedaba mirando cómo caían de nuevo, como meciéndose, hasta llegar
al suelo frío y embarrado.
Recuerdo que una vez iba caminando por el parque de
Luxembourg con una compañera, cuando en ese momento se formó una corriente de
aire que hizo ascender en espiral un montón de hojas de arce. Corté en seco la
conversación y fui corriendo al centro del pequeño torbellino: dentro todo eran
manchas de color rojo, naranja y marrón, hasta que, a los pocos segundos, paró.
Se me llenaron los ojos, la boca y el cuello del jersey de tierra, pero el
picor y la conjuntivitis mereció la pena, porque seguramente ése podría ser mi
último otoño vivido desde el primer al último día. Aunque, quién sabe, la vida
da muchas vueltas y aún me queda mucha por delante.
En Sevilla no hay otoño: los árboles mudan las hojas
cuando aún no ha llegado el frío, y las primeras lluvias se dan en noviembre. Es
una estación invisible.
En Sevilla había otoño. Recuerdo que yo era pequeña, tendría como 5 años, iba al colegio y llovía, llovía a mares. Y cuando se secaban las hojas y las pisabas, crujían como las patatas fritas, un crujido que llenaba el alma. Y la calle olía maravillosamente, a mojado. Recuerdo las botas de agua de color rosa que me compraba mi madre. Cuando vine a Granada a vivir, me sorprendió volver a ver a gente con botas de agua.
ResponderEliminarRecuerdo que siempre tenía algo que hacer cuando llovía y acababa cogiendo un paraguas y saliendo a la calle a disfrutar de la lluvia. Me metía en los charcos hasta para comprar el pan. Y también cuando llovía mucho la edad no importaba: mi abuela y yo éramos de pronto dos niñas pequeñas tras un cristal mirando intensas cortinas de agua. La lluvia era torrencial y limpiaba el aire.
Damos por hecho que las cosas siempre fueron iguales, cuando siempre hay un pasado que si lo comparamos con el hoy puede sorprendernos, y cuando no nos damos cuenta de que estamos en un constante cambio, aunque todo permanece. El otoño sigue ahí, aunque no sepamos verlo.
Besos. :)