sábado, 21 de julio de 2012

Entretelas desgarradas.

Será porque paso mucho tiempo sola al cabo del día, será porque estoy estudiando prosa romántica y algo de melancólico derrotismo se me está pegando, será porque estoy especialmente sensible; pero llevo unos días sintiéndome muy mal por todo.
He pasado un año muy duro, sin fuerzas para ponerme a estudiar en serio, sin fuerzas para ordenar mi vida, sin ganas ni ilusión ninguna. Y a pesar de los buenos momentos, de las risas, de la complicidad entre amigos tomando cervezas, batidos, tés helados o lo que encartara en cada caso; el despertador sonaba y no hacía más que inventarme excusas para no salir de la cama. Me agobiaban las aulas. Me sentía insignificante en el enorme pasillo de filología. Me decía una y otra vez mientras salía huyendo de la facultad que esas fotocopias que debo recoger pueden esperar a mañana, que ese libro que hay que sacar de la biblioteca no se va a mover de ahí y que el lunes debía comenzar en serio: a estudiar a diario y a seguir mis lecturas al día, como llevaba haciendo estos últimos cuatro años.
Pero no.
Y poco a poco me fui abandonando.
Y me repetía a mí misma que era feliz.
Debo ser una buena mentirosa y actriz si he sido capaz de engañarme todo este tiempo. Yo no soy así. Yo nunca he sido así.

Pero hoy he notado algo que hace mucho tiempo que no sentía.
Ilusión.
Ganas.
Optimismo.
Me he visto a mí misma cruzando el umbral de mi nuevo piso, estudiando en el escritorio un frío sábado por la mañana, mientras espero a que el té esté listo para amenizar las lecturas obligatorias. Me he visto en la terraza preparando una shisha mientras veo el sol ocultándose entre los tejados. Y horneando mis recetas morunas. Y preparando un bento para ir al río o al parque. Yendo a clase con una sonrisa.
Porque puedo.
Y sabré que todo en mi vida está en orden cuando me levante por la mañana con una sonrisa.

Tengo una sonrisa demasiado bonita para no irla enseñando por ahí.




lunes, 9 de julio de 2012

Humo en la avenida.


Me iba al día siguiente y para siempre de aquel piso. Había sido un año intenso, sin precedentes. Con grandes alegrías pero, sobre todo, complicados reveses y golpes difíciles de encajar; pero que, poco a poco, he ido superando (no sin dificultad). Abandonaba a ruidosa Luis Montoto.

Adiós a los sonidos de ambulancia a las tres de la mañana, o a los grupos de jóvenes borrachos hablando a gritos entre sí al salir de la discoteca de enfrente. Adiós a aguantar la tapa del wáter porque esté suelta y siempre se caiga. Adiós a presionar la persiana con una mano mientras porque está atascada y no puede subir. Adiós a las fundas de sofá que dan alergia, y a las cortinas que solo hacen soltar polvo. Adiós a una vitrocerámica que te da calambre cuando intentas limpiarla. Adiós a la luz tililante del pasillo, que convertía ir al servicio por la noche en una escena de película de terror. Adiós a esa sensación de muerte inminente cuando se prendía el calentador de butano…

A pesar de todo, voy a echar de menos vivir ahí, y como me conozco ya, sé que no tardaré en esbozar una sonrisa cuando pase por el portal del que fue mi piso en este año de locos.
Porque al fin y al cabo, también es cierto que he compartido techo con las dos mejores compañeras de piso que he tenido nunca, y sin ellas saberlo, han contribuido mucho para que este curso fuera especial. A las dos (ellas ya saben quiénes son) gracias. Muchas gracias por todo.

Por eso, en mi último día en Luis Montoto, salí al balcón con una silla y una shisha de mora. A disfrutar de las vistas de la avenida mientras el sol comenzaba su lento y perezoso descenso. Salí a saborear una última tarde en Sevilla, oyendo a ratos las desenfadadas conversaciones de la gente sentada en la terraza del bar de abajo. Palabras y fragmentos sueltos, mezclándose unos con otros y fundiéndose con el ruido de la calle. En una tarde que olía y sabía a moras.