miércoles, 12 de octubre de 2011

Otoño


En Sevilla sólo se conocen dos estaciones: el largo verano y el invierno.
Cuando estuve viviendo en París, tuve la oportunidad de conocer el otoño de verdad, con lluvias que duraban días, o bien cesaban a los pocos minutos de empezar, con mañanas de niebla y tardes soleadas, con mañanas radiantes y tardes torrenciales, con parques llenos de árboles de copas rojas, hojas que formaban una densa alfombra en el suelo, y crujían al ser pisadas.


Durante esos meses, me encantaba patear los montones de hojas de arce, roble y castaño que se apilaban alrededor de los troncos. Si les daba fuerte con el canto del pie, las hojas subían más alto, por encima de mi cabeza, y me quedaba mirando cómo caían de nuevo, como meciéndose, hasta llegar al suelo frío y embarrado.
Recuerdo que una vez iba caminando por el parque de Luxembourg con una compañera, cuando en ese momento se formó una corriente de aire que hizo ascender en espiral un montón de hojas de arce. Corté en seco la conversación y fui corriendo al centro del pequeño torbellino: dentro todo eran manchas de color rojo, naranja y marrón, hasta que, a los pocos segundos, paró. Se me llenaron los ojos, la boca y el cuello del jersey de tierra, pero el picor y la conjuntivitis mereció la pena, porque seguramente ése podría ser mi último otoño vivido desde el primer al último día. Aunque, quién sabe, la vida da muchas vueltas y aún me queda mucha por delante.

En Sevilla no hay otoño: los árboles mudan las hojas cuando aún no ha llegado el frío, y las primeras lluvias se dan en noviembre. Es una estación invisible.

1 comentario:

  1. En Sevilla había otoño. Recuerdo que yo era pequeña, tendría como 5 años, iba al colegio y llovía, llovía a mares. Y cuando se secaban las hojas y las pisabas, crujían como las patatas fritas, un crujido que llenaba el alma. Y la calle olía maravillosamente, a mojado. Recuerdo las botas de agua de color rosa que me compraba mi madre. Cuando vine a Granada a vivir, me sorprendió volver a ver a gente con botas de agua.
    Recuerdo que siempre tenía algo que hacer cuando llovía y acababa cogiendo un paraguas y saliendo a la calle a disfrutar de la lluvia. Me metía en los charcos hasta para comprar el pan. Y también cuando llovía mucho la edad no importaba: mi abuela y yo éramos de pronto dos niñas pequeñas tras un cristal mirando intensas cortinas de agua. La lluvia era torrencial y limpiaba el aire.
    Damos por hecho que las cosas siempre fueron iguales, cuando siempre hay un pasado que si lo comparamos con el hoy puede sorprendernos, y cuando no nos damos cuenta de que estamos en un constante cambio, aunque todo permanece. El otoño sigue ahí, aunque no sepamos verlo.
    Besos. :)

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